La teología «oculta» de los Simpson
Mar Velasco. La Razón
A pesar de la ironía, la familia más destartalada de la televisión representa una visión moral de la vida. El sentido de lo sagrado está siempre presente en la serie
Cada capítulo, lleno de humor cáustico, deja siempre un poso de esperanza y la seguridad de que todo puede ir bien.
Es la familia más desastrosa e irreverente de la pequeña pantalla y, sin embargo, la única que nunca rechaza la idea de Dios ni de la justicia divina, y la única que transmite que sólo en el seno de una familia el ser humano es comprendido y querido tal y como es. La ironía y el humor cáustico que se desprende en cada episodio –más de 400, desde que se comenzó a emitir en los años 90–no consiguen ensombrecer toda una visión filosófica, moral y teológica de la existencia.
El periodista italiano Brunetto Salvarani, estudioso de la serie, ha escrito al respecto: «Los Simpson representan la típica familia de clase media americana. A años luz del clásico modelo meloso de las comedias de situación, aparece con un gran espíritu desmitificador. Con su estilo de vida políticamente incorrecto, los Simpson destrozan cada mito y cada costumbre, rescatándose así del abismo de la absoluta mediocridad». Con la institución familiar como núcleo de la trama narrativa, vemos cómo ésta es motivo constante de gags y burlas, pero también es reconocida como «el único y verdadero punto de referencia en clave social», una inversión a largo plazo, la auténtica tabla de salvación en un universo lleno de trampas. El punto de referencia más fuerte, con una recíproca y sólida unión entre cada uno de sus miembros: Homer, el padre, gordo, perezoso y devoto de la cerveza y los donuts. La madre, Marge, ama de casa, correcta y amable; los tres hijos: Bart, el cabeza loca de la familia; Lisa, la sabihonda ecologista y la bebé Maggie. Ellos son la base del argumento y la excusa para construir toda la vida de una pequeña ciudad, Springfield, llena de personajes atípicos, histriónicos, desquiciados y, sin embargo, una verdadera comunidad, un grupo de amigos más que de conciudadanos, con sus fiestas y tradiciones locales.
El gran secreto de su acogida es, precisamente, la identificación con sus personajes. Así lo describe Salvarani: «Desde la situación más aparentemente frustrada, patética, demencial: el abuelo más allá que acá, el vecino integrista, el director de instituto apegado a su madre y que añora Vietnam, el mefistofélico industrial que se desentiende de las conscuencias ambientales de su producción o el gamberro de la escuela necesitado de cariño, todos ellos nos rescatan del abismo», afirma.
A pesar de reconocerse un hombre poco religioso, Homer habla frecuentemente con Dios, un Dios que lleva unas cómodas sandalias y barba blanca. Las dudas de fe, el diálogo interreligioso, (como en el episodio que ve cómo se unen el judío Krusty, el hindú Apu y el cristiano fundamentalista Ned Flanders para salvar de las llamas la casa de Simpson), el debate entre creacionistas y evolucionistas o la oración son temas recurrentes. El domingo, todo el pueblo acude a la celebración dominical, aunque con diversos niveles de atención al sermón: como en el episodio en el que Homer se aísla de todo gracias a una minúscula radio para no perderse el partido. Como afirma el experto Luca Raffaelli, los Simpson son, en definitiva, «la única serie que se permite hablar de Dios, y con D mayúscula».
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