«Un ángel del Señor se les presentó: la gloria del Señor los envolvió de claridad y se llenaron de gran temor. El ángel les dijo: no temáis, os traigo la buena noticia, la gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un salvador…».
Se subraya en este pasaje el elemento sorpresa. Cuando Dios interviene, el hombre queda desconcertado… El hombre no sabe. No puede saber. Ha de ser informado. Tiene necesidad de una revelación. Y la iniciativa de Dios no se refiere sólo al hecho de la encarnación, sino también a la «noticia» de este acontecimiento.
Lo malo es que nosotros estamos ya vacunados contra la sorpresa. Sabemos de antemano qué es la navidad. Hemos decidido nosotros cómo debe ser y cómo debe desarrollarse esta fiesta. Ya no escuchamos ningún «anuncio»… Y, ¡ay de mí!, encontramos solamente lo que habíamos programado encontrar. Nos privamos de lo imprevisible.
Logramos así bloquear la sorpresa de Dios, neutralizar la novedad. Nos vacunamos, de entrada, contra lo inédito. Nuestra navidad es vieja, resabida, dada por supuesta, ya vista. La maravilla, en todo caso, la dejamos para los niños, los ingenuos. Quizás ahí está el vicio de fondo de nuestra fiesta: celebramos nuestra navidad, no la suya.
La deformación comercial, pagana, sentimental de la navidad es motivada por el hecho de que el hombre se ha habituado a la navidad. La ha aprendido. Y ha pretendido organizarla él, a su capricho. La ha transformado en un asunto del hombre, en el que Dios entra (cuando entre) sólo como ingrediente, o como pretexto.
Celebraremos una navidad cristiana solamente en la medida en que volvamos a encontrar el sentido del anuncio (que viene de otra parte) y el estupor de quien no sabe, de quien ha sido sorprendido, de quien todavía no se ha acostumbrado.
A. Pronzato