con ocasion de la peregrinación a Roma
para presentar los frutos de la Misión Joven
(9 de agosto de 2007)
¡Queridos hermanos y hermanas, queridos jóvenes madrileños
Con sumo gusto os recibo hoy, queridos jóvenes que habéis participado en la “Misión Joven” de la archidiócesis de Madrid y las diócesis de esa Provincia eclesiástica. Habéis venido acompañados por el Señor Cardenal Antonio María Rouco Varela, Arzobispo de Madrid, al que agradezco las amables palabras que me ha dirigido en nombre de sus Obispos Auxiliares, y de los Obispos de Getafe y de Alcalá de Henares y, naturalmente, de todos vosotros. Habéis querido manifestar vuestro afecto al Papa, Sucesor del apóstol Pedro, así como vuestro compromiso de entrega y servicio a la Iglesia de Jesucristo. Os doy mi más cordial bienvenida y os agradezco vuestra presencia aquí, tan numerosa, y de modo especial todo lo que hacéis como fruto de esa intensa experiencia eclesial y de fe que habéis vivido.
Algunos de vosotros han dado antes un expresivo testimonio de ella, que he seguido con atención. He apreciado la intensidad con que se ha vivido la condición del misionero y el colorido que adquieren ciertas facetas de la vida cuando se decide anunciar a Cristo: el entusiasmo de salir al descubierto y comprobar con sorpresa que, contrariamente a lo que muchos piensan, el Evangelio atrae profundamente a los jóvenes; el descubrir en toda su amplitud el sentido eclesial de la vida cristiana; la finura y belleza de un amor y una familia vivida ante los ojos de Dios, o el descubrimiento de una inesperada llamada a servirlo por entero consagrándose al ministerio sacerdotal.
Visitando los lugares donde Pedro y Pablo anunciaron el Evangelio, donde dieron su vida por el Señor y donde muchos otros fueron también perseguidos y martirizados en los albores de la Iglesia, habréis podido entender mejor por qué la fe en Jesucristo, al abrir horizontes de una vida nueva, de auténtica libertad y de una esperanza sin límites, necesita la misión, el empuje que nace de un corazón entregado generosamente a Dios y del testimonio valiente de Aquel que es el Camino, la Verdad y la Vida. Así ocurrió aquí, en Roma, hace muchos siglos, en medio de un ambiente que desconocía a Cristo, único Salvador del género humano y del mundo; así ha ocurrido siempre, y ocurre también hoy, cuando a vuestro alrededor veis a muchos que lo han olvidado o que se desentienden de Él, cegados por tantos sueños pasajeros que prometen mucho pero que dejan el corazón vacío.